Una de las leyendas sevillanas más conocidas es la de Doña María Coronel, hija de Alonso Fernández Coronel, copero mayor del rey Pedro I el Justiciero (por diversos motivos no me gusta llamarle “cruel”) y esposa de Juan de la Cerda.
Estando Pedro I en plena lucha contra sus hermanos bastardos, que capitaneados por Enrique de Trastámara pretendían desalojarle del trono de Castilla y León, el padre y el esposo de doña María Coronel cayeron en desgracia ante tan singular rey, y éste los mató y les confiscó sus bienes, pretendiendo luego obtener los favores amorosos de doña María, de quien se había enamorado. Sin embargo, ella rechazó al monarca y fue a recluirse en el sevillano Monasterio de Santa Clara, donde fueron a buscarla los esbirros reales. Al no poder escapar de ellos, doña María se arrojó aceite hirviendo en el rostro, quedando desfigurada, con lo cual evitó que Pedro el justiciero la poseyera.
Hoy el cuerpo incorrupto de aquella mujer excepcional puede verse, tras haber sido restaurado en Italia, en el Convento de Santa Inés, que ella fundó, situado en la calle sevillana que lleva su nombre, invirtiendo para ello los bienes familiares que le fueron devueltos cuando su esquivado Pedro I murió en los campos de Montiel y el conde de Trastámara se convirtió en Enrique II de Castilla y León.
Tras contemplar esta mañana la urna que contiene ese cuerpo incorrupto (sólo es expuesto el día 2 de diciembre de cada año), he meditado en lo mucho que consiguieron las mujeres durante el pasado siglo XX para equipararse con los hombres.
La historiadora Gerda Lerner ha documentado la trayectoria de una conciencia feminista a través de milenios. Siempre hubo mujeres defensoras de la dignidad de las personas de su sexo, y siempre detrás de cada hecho histórico importante suele haber una mujer. A pesar de todo eso, se considera pionera de las primeras reivindicaciones feministas modernas a la escritora británica Mary Wollstonecraft (1759-1797), quien con su obra Vindicación de los derechos de la mujer, argumenta que las mujeres no son por naturaleza inferiores al hombre. A finales del mismo siglo XVIII, la francesa Marie Gouze, escribió su famosa Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana que comenzaba con las siguientes palabras:
“Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta”.
Otra francesa de la misma época, Olympe de Gouges, se dirigió a la reina María Antonieta, para que protegiera su sexo, y dijo: “La mujer tiene el derecho de subir al cadalso; debe tener también el de subir a la Tribuna”.
Sin embargo, sería en el siglo XX cuando las mujeres consiguieron, al menos en las sociedades occidentales, los mayores avances en sus históricas reivindicaciones. El derecho a votar, el empleo igualitario, el derecho de la mujer de controlar sus propios cuerpos y decisiones médicas (incluyendo el aborto), además del acceso femenino a puestos de máxima relevancia política, o el ejercicio con éxito de profesiones liberales, han sido elementos para que se pueda decir que la mayor revolución política y social del pasado siglo ha sido la llamada “Revolución de la mujer”.
Aún les queda a las mujeres mucho camino que recorrer, sobre todo en el mundo musulmán, en países del tercer mundo o en las discriminaciones de las tres religiones monoteistas, pero en España nunca como hasta ahora gozaron de tantos legítimos derechos, y hoy en el Gobierno central y en los de las autonomías se ha impuesto la paridad entre los dos sexos. Algo de que debemos sentirnos satisfechos, y aunque haya mujeres maltratadas por los hombres, como le ocurrió a doña María Coronel, todas tienen más conciencia de su dignidad y muchas ponen los medios para que ni sus maridos, ni sus amantes, ni por supuesto ningún rey o dirigente político abuse de ellas, sin que sean denunciados.
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